Dóberman
El texto de Pagarás por los pecados de tus padres está cargado de una sinceridad abrumadora, tanto que hasta duele, y no porque el dolor se inflija en nuestra piel, sino porque la traspasa y llega al corazón, y se sumerge en él hasta rozar nuestra alma. Es un relato duro, doloroso en su realismo, pero, al mismo tiempo, nos llena de ternura, nos infunde la necesidad de proteger a la víctima, de desear paliar su sufrimiento, de aconsejarla, como si la tuviéramos frente a nosotros. Leer el texto puede hacer que se desvanezca de un plumazo la comodidad que sentimos apoltronados en nuestro sillón, porque escuece, alborota nuestra desidia ante el sufrimiento de lo lejano, de lo que no conocemos. «Ojos que no ven, corazón que no siente». Pero Lydia, la protagonista de esta historia, nos lo muestra en toda su crudeza, seguro que consciente de que nos tiene que doler, y duele, vaya si duele… También tengo la seguridad de que habrá muchas personas que hayan vivido situaciones parecidas a las que vivió Lydia. Ellas, mejor que nadie, podrán cuantificar con mayor precisión la intensidad del sufrimiento, la profundidad del abismo, el gélido aliento de la soledad, los colmillos del menosprecio, las garras de las humillaciones con las que Lydia ha sido obligada a convivir durante prácticamente toda su vida. El texto duele, insisto, pero hay que tener poco valor humano para querer desentenderse del sufrimiento que el texto narra con la crudeza propia de quien poco tiene ya que perder y mucho por ganar. La conclusión es obvia: nos pueden quitar la dignidad, pueden anular nuestra individualidad, pueden sumergirnos hasta casi ahogarnos en la soledad, humillarnos hasta perder la propia conciencia del «yo». Pero hay una cosa que nadie puede destruir, ni siquiera nosotros mismos, aunque nos sobren las ganas de intentarlo: la esperanza.